viernes, 3 de abril de 2009

El viento

Ella se sentó justo en ese lugar, y aún le temblaba la cara de tanto llorar. Él se iba de viaje, y había decidido terminar con ella antes de partir. Ella nunca supo que murió en combate tres días después. Tampoco sabía que él había decidido librarla del pesar que significa ser viuda.

Cansado ya de correr, él se sentó justo en ese lugar. Tomó aire, y mientras se recuperaba, pensaba en cómo iba a hacer para lograrlo. Pensaba en que nunca se le animó a una piba en un asalto. Que nunca se le animó a una pelea en el colegio. Pero que logró ser el más rápido de todos los seres humanos que habitan este planeta. Y eso lo calmaba.

Se iba a caer. Pronto iba a hacerlo, si no se ataba los cordones. Su mamá siempre se lo decía. Y como varias veces demostró tener razón, puso su piecito derecho justo en ese lugar. Y se los ató. Lo hizo como los que saben. Con un buen moño y doble nudo. No tuvo más remedio que emparejar el otro pie, porque un verdadero caballero tiene los moños parejos. Eso siempre se lo decía el abuelo Nito. Y siguió caminando de la mano de Julia, su alma gemela.

Hoy que está lindo, mejor salgo a almorzar afuera. De paso me llevo la laptop y escribo un rato. Y como hace calor, mejor voy a una plaza. Abajo de un árbol. Y me siento acá, justo en éste lugar. El mismo en el que ella lloró, él pensó, y Pablo se ató los cordones. En este mismo espacio que hoy lleno, y que mañana llenará cualquier otro. Espacio que cuando nadie lo ocupa, lo hace el viento. Que es el único testigo de todos nosotros, antes, ahora y siempre.

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